Hacer la compra es todo un arte, pero también puede ser la guerra. Todo depende del momento del día y el día de la semana que elijas para ir al supermercado.
Cuando era más jovencito me gustaba ir a comprar. Siempre ayudé bastante a mis padres en este tipo tareas. Para mí era como una aventura. Entrar en un lugar en el que había cientos de productos para comprar y tener dinero en el bolsillo. Claro que no podía comprar lo que me apetecía, siempre llevaba una lista. Mi madre me decía que me fijara bien en leche asturiana precio o en las ofertas de los productos que debía comprar.
Y aunque disfrutaba de ir al supermercado, ya empecé a fijarme en las que serían mis grandes enemigas en el futuro: las señoras mayores. A la hora de comprar el pan, por ejemplo, me ocurría bastante a menudo que una señora se colaba. Como quien no quiere la cosa, se iban deslizando y terminaban ganándome la posición. Y se llevaban medio y un cuarto antes que yo.
Con el paso de los años he tenido que seguir yendo al supermercado como cualquier hijo de vecino, pero he perdido un poco el entusiasmo inicial. Trato de evitar las horas punta en la que los pasillos de los supermercados parecen más bien un circuito de Fórmula 1 o un campo de batallas con los carros aglomerándose en busca de la lubina más fresca o la leche asturiana precio más bajo.
Pero no siempre se puede evitar las horas punta y entonces me pongo el casco de guerra y saltó a la arena para batirme por los plátanos y las galletas. Y las señoras mayores ya no se ríen (tanto) de mí como cuando era pequeño.
He desarrollado un radar especializado en señoras que se cuelan y se activa automáticamente. Es como el sentido arácnido de Spiderman: “atención, señora que se hace la despistada a las 2, movimiento lento pero seguro para intentar ganarme la posición, situar el carro para generar una barrera infranqueable, acompañar de mirada asesina si fuese menester”. Ya no se me cuelan como antes…