Tengo una amiga que tiene un extraño pasatiempo cuando es invitada a comer en casa de alguien: mirar en la nevera para ver qué hay. Dice que de esa manera puede conocer más a fondo quién es realmente cada persona. Tiene un punto inquietante, ¿verdad? Es como esas personas que miran detrás de los cuadros o que pasan una eternidad en el baño cuando están en casas ajenas. Pero si lo pensamos bien, es verdad que se puede extraer bastante información analizando las neveras de los demás.
De hecho, incluso se puede trazar una evolución de cada persona en función de lo que han albergado las neveras a lo largo de los tiempos. En mi caso, cuando me ‘independicé’, la nevera pasó el lugar en el que guardaba, básicamente, la leche, el agua y el yogur con frutas. Y de vez en cuando, la cerveza… No tenía mucho más porque en los primeros tiempos pasaba a comer por casa de mis padres cuando podía: esa (medio) independencia que significa quiero dormir solo pero si me haces la comida mamá, pues mejor…
Cuando me cambié de ciudad, mi nevera dio un giro radical. Tuve que ponerme las pilas y empezar a cocinar en serio. O al menos eso es lo que pensaba yo que iba a hacer. Pero si en las primeras semanas la nevera estaba plagada de frutas, verduras y otros productos frescos, poco a poco empezó a vaciarse y ya nunca se volvió a llenar del todo.
La falta de tiempo hace que no podamos (o queramos) dedicar tanto tiempo a la cocina y acabamos optando por lo fácil que es la comida preparada o, directamente si la economía lo permite, comer fuera.
Y luego llegó mi futura mujer y la nevera volvió a cambiar, para mejor. Todavía se mantenía el yogur con frutas y cereales que tanto me gusta, pero volvieron los productos frescos, sobre todo el pescado y la verdura. Se supone que si mi amiga viene ahora a comer a casa podrá hacerme un buen retrato robot, ya que siempre tenemos la nevera a reventar.